sábado, 26 de mayo de 2012

Manos de Licenciada

                        Ilustración: Juan Carlos García. © Editorial Mar Abierto.

En ese viaje la licenciada estaba decidida a no pensar tanto,  gozar lo irracional que al fin de cuentas es lo puro. En eso estaba cuando  el hombre la hacía recorrer de punta a punta la pista y le preguntó a gritos  si tenía novio. Ella dijo que sí automáticamente y  antes de recaer en auto reproches por espantar al guapo éste le cuenta que era casado.

—¿Y por qué no trajo a su esposa?
—Es que está embarazada, en un mes nacerá mi niña y no está para trajín.
—¡Felicidades, las  niñas son maravillosas!, dijo desinflándose y empezó a  bailar suelta.

Esos ojos dormidos, esos músculos tienen dueña, qué ilusa, con la sobrepoblación de mujeres es obvio que un ser  de estas características sea casado. Y qué bien huele, pero no es sólo perfume estoy segura, pues los ejecutivos y los viejos académicos usan fragancias carísimas y a unos es imposible quitarles  lo rancio, es olor de hombre. Si ese estudio publicado en Muy Chic es cierto, estoy ante un gran amante porque no baila nada mal.


¿En qué piensa licenciada?
Ella mueve las manos, se toca las orejas para indicarle que la música no la deja escuchar. Él la pega contra su camisa sudada  y le habla al oído.

—¿Que en qué piensa?, si se puede saber, es que usted estaba sonriendo.
 —Nada importante, sonreía porque estoy feliz ¿algún problema con eso?

Le responde dándole cuatro vueltas, ella se tambalea y él la recibe en su pecho, entrelazan los dedos, ya son dos sudando y se acaba la pieza. Le  pide seguir bailando luego y la licenciada dice  ¿por qué no? A las cuatro  y media de la mañana la pista queda vacía, las velas del santo patrono de la fiesta consumidas y en algunos bancos están doblados los borrachos. El cielo negro se vuelve azul, los gallos se desgargantan y ambos  miran insistentemente sus labios. Tocan sus manos  fascinados por la suavidad de unas y la dureza de otras.

—Se nota que usted no trabaja.
—Los callos los  tengo en otra parte, soy periodista.
—¿Escribe crónica roja?
—No, soy periodista cultural, publico sobre tradiciones, formas de vida. Por ejemplo, escribiré acerca de esta fiesta religiosa ¿Y tú?
—Trabajo en la bodega de una empresa de acero en la ciudad, vine porque mis abuelos son de por acá.— ¿La decepcioné, verdad?
—No entiendo, ¿por qué dices eso?
—Porque usted es una profesional
—¿Y?
—Yo apenas terminé la primaria.

Si me vieran mis compañeros no lo creerían, yo la intelectual coqueteando con un hombre primario, eso de casado lo asimilarían pues en el medio quién no se ha enredado con alguien prohibido, la verdad soy la única del grupo que no lo ha hecho, yo  y mi jodida ética laboral y sexual. Eres tan distinto a Flavio que no sabe ni bailar. Seguramente tu esposa ya está despierta, sofocada por la barriga, cogiéndose las caderas y tú apretándome las manos.


—Se da cuenta, está callada porque adiviné. Usted ya no quiere conversar con alguien que no sea estudiado.
—Oh disculpa, no es lo que estás pensando, y ya deja de tratarme de usted.

Esas palabras le dieron confianza y se atrevió a invitarla a ver salir el sol de entre los árboles. Anduvieron en silencio y cuando los restos de la fiesta desaparecían de la vista se besaron sin pudor. Ella agradeció por no haber negado a la esposa, ni a la hija abordo,  confesó que ese detalle de honestidad le gustaba, aunque no podía sacarse la imagen que se había formado de la mujer con la barriga enorme. La hizo callar poniéndole dos dedos ásperos en los labios mientras con la otra mano le amasaba las caderas; ella llegó a la conclusión que no haría daño si pasaba una vez, sólo una vez. No habían intercambiado números telefónicos, y cuando se presentaron bailando el ruido les impidió escuchar sus nombres. Estaban en el punto en que ambos sentían pena por preguntar ¿cómo es que te llamas? Le  tomó las manos y las estudió línea a línea, luego las olió y  humedeció con la punta de la lengua, una y otra vez en una especie de rito.

—¿Por qué te gustan tanto mis manos?
—Porque son manos.
—Esa no es respuesta, dime algo más.
—Es que mi esposa no tiene manos.

 Va detrás gritando que está cansado de que sientan pena de su mujer; y de él por haberse casado con ella.

—Oiga señorita, eso también es discriminación.

Llega exhausta a su auto, arranca y él se queda en la hierba, cuando se vuelve pequeñito la licenciada saca una mano por la ventanilla  y se despide. Ya lejos apaga el automotor, baja el cierre del pantalón y remoja sus dedos, lo visualiza desnudo entrando con fuerza, a segundos de la cima  el placer se vuelve angustia al ver que los observa una mujer sin manos.


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